Me da reparo que una cama de sábanas blancas, que pertenece a nadie y a cualquiera, sea testigo cada vez de nuestra despedida. Me siento torpe, sucia, frágil, humillada, insegura, pequeña… No me gusta el desamparo de esa habitación, ni la tristeza de esas horas. No acierto a decir nada que consuele ni nada que anime o sea bálsamo que alivie el momento. Mis manos se vuelven torpes y mi cuerpo no responde ante tu pena, ni mis ojos a los tuyos saben dar una respuesta , ni mi boca atina a besar donde se la convoca.
Me siento, allí tendida, presa del desamparo y no hay nada más sincero que salga de mi que las lágrimas. Quisiera que me abrazases pero tu dolor tampoco me consuela, nada puede aliviar ese momento más que el recogimiento en uno mismo. Nada ni nadie es cura ni antídoto de algo que ya llevamos tan dentro. Solo nosotros mismos con gran esfuerzo, somos capaces de encontrar consuelo en cualquier nimiedad o clavo ardiendo que se presente aquel momento o en uno no muy lejano.
Porque la pena, como otros males, no puede dejarse a la suerte por mucho tiempo.